miércoles, 16 de abril de 2008

TORMENTAS SOLARES

20 de diciembre de 2.012. Todo está normal sobre la Tierra. Los aviones están volando, los barcos zarpan de los puertos, la gente hace sus compras de Navidad; en resumen, el mundo parece hallarse como siempre. Sólo parece. Si observa los rostros de las personas, notará la expresión de una profunda preocupación. Varios libros han señalado que, algún día, la Tierra será golpeada por un enorme cataclismo. Escapar de él sin haber hecho los preparativos necesarios, se volverá algo imposible. Las predicciones del zodíaco de los mayas y los egipcios han sido el único tema de debate durante semanas y meses. ¿Y qué pasaría si resulta que esto es verdad? ¿Cómo podremos sobrevivir? ¿Hacia dónde debemos correr? El temor tenía sus buenos fundamentos en muchas personas, pero no obstante, ellos no tomaron las medidas necesarias. Algunos miles de personas hicieron los preparativos y almacenaron alimentos y suministros de energía. También construyeron una biblioteca con los libros que contienen todos los conocimientos que existen al presente y se almacenó otra copia en los videodiscos digitales que pudieran sobrevivir a la tormenta magnética. Con calma y confianza en sí mismos, hacían los últimos preparativos. Barcos especialmente equipados con suminis­tros por un año, abandonaron los puertos hace algunos días. Estos serían los que van a sobrevivir la inundación. Entonces, un ominoso mensaje llegó al satélite Heliostat, que se encontraba en órbita alrededor del Sol. Yo había registrado los cambios en el campo magnético del Sol. No era un cambio normal, sino algo importante. Sólo al cabo de unos segundos de haber recogido el Heliostat el mensaje, estaba enviando la información a la Tierra a la velocidad de la luz.

Después de que los satélites de la Tierra y los observatorios del espacio recibieron la alarmante noticia, el pánico se desató entre los científicos, pues supieron que el cata­clismo iba a producirse. En los países donde no se había tomado ninguna medida, los gobiernos trataron de detener las informaciones, pero en vano. Minutos más tarde, todas las estaciones del mundo las estaban difundiendo. El pánico era increíble: se acercaba rápidamente el final de la sociedad de consumo.
Millones de personas trataban de escapar, corriendo al puerto para intentar subir a los barcos. Los buques —que no estaban construidos para esta eventualidad— fueron asaltados por las turbas desenfrenadas. La gente gritaba, se peleaba, se mataba por llegar a bordo. Grupos armados tomaron un barco crucero que ya estaba lleno de pasajeros; estos fueron devueltos a tierra y el buque zarpó hacia el océano. Veleros, botes de goma, todos cambiaron de dueño en medio de una terrible violencia. Era un caos total y la anarquía corría sin freno alguno. Había grupos arrasando las áreas abandonadas, y las iglesias se colmaron de gente. El penetrante olor del miedo, miedo puro y desnudo, provenía de casi todos los habitantes de la Tierra. El fin estaba por llegar; ya se encontraba más allá del punto de retorno.

La masa del Sol, con un volumen de 1.300.000 veces el tamaño de la Tierra, tembló; era el preludio de algo más que un tiempo tormentoso en el Sol. De hecho, este debería estar en un ciclo de baja actividad, pero los satélites que lo circunvalaban emitían información para los heliosismólogos: se estaba por producir un acontecimiento que sólo ocurre cada 12.000 años. La antigua civilización de la Atlántida había descu­bierto los códigos de este cataclismo y, tanto en las pirámides como en un enorme templo subterráneo con más de 3.000 habitaciones, habían logrado guardarlos para las futuras civilizaciones, pero el conocimiento se había perdido y la gente pensaba que el zodíaco sólo servía para hacer graciosas predicciones. La última de esas predicciones para las cuales había sido diseñado, fue recibida con aullidos de escarnio por parte de los científicos, hasta que llegó el momento del juicio final. Con asombro, observaron cómo las líneas magnéticas empezaron a cambiar brutalmente, cómo el Sol entró en un gigantesco cortocircuito y entonces, agitaron sus manos, sus corazones latieron con fuerza y un abrumador temor se apoderó de ellos. Miraron los números incrédulamente, pero no había otra salida, pues con la reversión del magnetismo, la capa de convección ardería en llamas. Una dínamo gigante había entrado en funcionamiento, el cual podría causar una continua producción de campos magnéticos. En breve, el Sol experimentaría su mayor actividad desde tiempos inmemoriales.

Entonces, sucedió lo inevitable: se desataron reacciones nucleares internas, se fundió mucho más hidrógeno que lo normal y una gigantesca cantidad de energía encontró su curso hacia la superficie., A doscientos mil kilómetros de esta, de repente la energía se transmitió a la capa de convección, haciendo que súbitamente las capas de gas se calentaran, expandieran y fueran arrojadas en forma ascendente, hacia las capas más frías. Una vez en la superficie del Sol, las bolas de gas burbujeante estallaron, abriéndose y liberando hacia el cielo, una temperatura normal de 6.000 grados. Fuentes gigantes de fuego que alcanzaban más de cientos de miles, incluso de millones de kilómetros de altura, hicieron arder al Sol, y enormes cantidades de rayos radiactivos fueron arrojados al espacio. Estos alcanzaron al Heliostat. “Bliiip” se oyó en su última transmisión y eso fue todo; terminó. La advertencia del Heliostat sobre una tormenta cósmica de incon­mensurables proporciones quedó interrumpida abruptamente, pues la radiación atómica había realizado su tarea asesina y ahora el Sol ardía en llamas. Por todas partes, la superficie solar se abrió con enormes llamaradas, similares a lo que sucedería si todos los volcanes de la Tierra entraran en erupción, flagelando a todo el planeta.

Figura 39.
El campo magnético del Sol cambia abruptamente y lanza llamaradas solares. Es el principio del fin.

Era el preludio de la obertura de la caída del mundo. Los campos magnéticos y eléctricos se estaban tornando frenéticos, un fenómeno que hasta el presente era desconocido, salvo en los misteriosos confines del espacio exterior. Era algo que uno podía observar en lejanas constelaciones de las fronteras del universo. Allí, en una lejanía inimaginable, probable­mente en el último escondite del espacio infinito, ocurrían estos notables sucesos. Pero ahora, en nuestro universo que tiene miles de millones de años, nuestro Sol se convirtió en el centro de todo. Cada segundo, billones de partículas fueron arrojadas al aire y se creó una fuente de radio intergaláctica como si no fuera nada. ¿Era este en verdad el Sol o una galaxia ultraterrena? Un espectáculo mortal y fascinante comenzó a desplegarse. Lenguas de fuego provenientes del Sol arrojaron al espacio su destructiva carga. Es imposible describir con palabras su poder explosivo. Una de esas llamas que se desarrolla puede llegar a alcanzar la energía de cincuenta mil millones de bombas explosivas de hidrógeno. La temperatura alcanzada en este infierno tiene varios cientos de millones de grados. ¡Si la Tierra cayera allí, se reduciría casi por completo a un protoplasma nuclear!

Y estas eran sólo las erupciones más pacíficas. Una vez que el horno de fuego atómico alcanza su máximo poder, la estabilidad del Sol mismo está en peligro. El comienzo de la catástrofe es anunciado por movimientos sísmicos producidos en las estrellas; capas de materia ardiendo son arrojadas desde las capas subterráneas y se libera una indescriptible cantidad de luz y energía. Lejanos espectadores observarían este espectáculo (de hecho, increíblemente hermoso) con consternación. Las llamaradas solares forman una especie de red alrededor del Sol, provocada por las salvajes erup­ciones ondulantes; tienen una belleza sobrenatural en el espacio desértico. El enloquecido plasma solar lleva las células cerebrales a su máximo, haciendo surgir un demente entusiasmo a causa de tanta belleza, sumado a una aterradora tensión al conocer su descomunal poder destructivo; algo milagroso y a la vez mortal, como hielo que se evapora instantáneamente cuando se coloca en un horno atómico. Sin embargo, el mundo de ensueños de los astrofísicos fue sólo una pura realidad para todos los habitantes de la Tierra, que iría a terminar en una catástrofe destructora, la más grande jamás conocida. Es un evento que sólo puede experimentarse una vez en la vida si, de más está decir, se logra sobrevivir a él. Increíblemente bello y a la vez, desesperadamen­te mortal. Peor que la peor de las pesadillas.

Figura 40.
Gigantescos dedos de fuego se elevan en lo alto del cielo, formando aterradores giros y superando en muchas veces el tamaño de la Tierra. El fin de nuestra civilización está próximo.

Los cambios en el campo magnético del Sol, viajando a la velocidad de la luz, ahora han alcanzado la Tierra. A su vez, produjeron cambios en los cerebros de los terrícolas; no muy drásticos, sino sólo sutiles. Esto fue suficiente para empujar el miedo a niveles desconocidos. Todos ahora estaban convencidos de que la población de la Tierra podía desaparecer completamente. Un grito primordial estaba ahora en la mente de casi todos: “Sobrevivir, ¡debo sobrevivir!” Otros, por su parte, permanecían completa­mente estoicos; sus voces sonaban más fuerte mientras recitaban sus plegarias pidiéndole perdón a su Dios. Para eso, ya era demasiado tarde. El Creador estaba encolerizado por los crímenes que la humanidad había cometido contra la naturaleza. Con su enojo contenido, Él generó el caos en ese Sol de miles de millones de años de antigüedad. Los Testigos de Jehová ahora tenían su fin del mundo, los islámicos decían que era la voluntad de Alá y muchos se convirtieron repentinamente. A la larga, la Biblia demostró ser cierta, pues había llegado el fin de los tiempos. En Nueva York, un nuevo día comenzaba. Una luz difusa, oculta detrás de espesa niebla, con un brillo jamás irra­diado por la más brillante de las luces, dominó la atmósfera entera. En la ciudad, se había detenido toda la actividad este 21 de diciembre. La nieve en las calles se derretía velozmente y la temperatura se elevó con toda rapidez. Una figura solitaria miraba toda la ciudad con su cámara infrarroja desde el edificio del Empire State y luego dirigía su mirada al Sol invisible. Tembló ante esta visión apocalíptica y decidió quedarse esperan­do lo inevitable. Mientras tanto, en el barco Atlantis, todo estaba dispuesto. Los casi 4.000 pasajeros que se habían anotado años atrás para este viaje de supervivencia, estaban más que alertas. Observaban muy de cerca lo que ocurría. El barco pesaba más de 100.000 toneladas y estaba completamente lleno de alimentos, ropa y suministros energéticos. Contaba con un quirófano y también con un consultorio odontológico. Todos lucían ropa de estreno, tenían sus dentaduras en excelentes condiciones, habían traído anteojos de repuesto y demás. Después del cataclismo, iban a pasar años, antes de que la civilización comenzara a funcionar otra vez.

Desde el comienzo, todo estaba racionado porque la ola gigantesca podía llegar a destruir prácticamente todos los suministros de alimentos del mundo. También había algunas gallinas a bordo, un par de cabras y algunos pocos animales más. Muchos otros, así como plantas, semillas y aparatos estaban en otro barco carguero alquilado con este propósito. También se hallaban centenares de jóvenes mujeres a bordo, a las que se les habían ofrecido unas vacaciones gratis a bordo de un crucero, con la intención de que ellas se ocupasen de repoblar el mundo. Ellas lo sabían y dieron su consentimiento para viajar en estos días específicos. Uno nunca sabe. Seguro que no iban a lamentarlo.

Mientras sucedía todo esto, continuaban las erupciones solares con toda su fuerza, liberándose un torrente de radiación de onda corta energizada. Esta onda de choque interestelar, principalmente de rayos X y radiación gamma, podrían matar a los astronautas que se encontraran a miles de millones de kilómetros de distancia del lugar del hecho, y la tormenta de plasma solar desorientaría por completo su nave espacial. Las agujas de la brújula van a girar alocadamente, los equipos eléctricos van a entrar en cortocircuito y el radiofaro va a ser barrido por la tormenta de electrones. Una nave muerta va a circular en el espacio eternamente. Ahora la onda de choque de plasma solar interestelar se acercaba a la atmósfera terrestre. Los electrones y protones tenían una velocidad mucho mayor que la normal, debido a su impetuoso origen.

Figura 41.
Gigantescas explosiones magnéticas nucleares parecen desgajar al Sol de manera continua.

En la tierra había vientos, tormentas, huracanes y tornados. Los vientos no eran los causantes del mayor daño, las tormentas podrían arrancar árboles y hacer volar techos, etc., los huracanes iban a arrasar pueblos y ciudades enteras, mientras que los tomados destruirían todo lo que encontraran a su paso. Lo mismo va a ocurrir con las tormentas solares. La baja actividad arroja plasma a una velocidad lenta y la mayor actividad produce una importante cantidad de plasma que puede alcanzar algunos millones de toneladas. Pero ahora, todos los registros se habían dañado. Cientos de miles de toneladas de electrones con carga negativa y protones con carga positiva eran lanzados como torpedos al vacío del espacio. Las primeras partículas se aplastaron contra la magnetosfera y la mayoría de ellas rebotó, continuando su viaje hacia otros destinos. En circunstancias normales, la magne­tosfera tiene la forma de una lágrima, con una parte globular en dirección hacia el Sol y alongada en la línea de la onda de choque. Cada vez más y más partículas empezaron a golpear contra el campo protector, que había funcionado perfectamente durante los últimos 11.003 años y, del mismo modo que el parabrisas de su auto lo resguarda del viento, la magnetosfera cumplía con su tarea de protección. La incesante corriente de partículas radioactivas estaba haciendo su lento y destructivo trabajo.

El parabrisas empezó a quebrarse, las partículas eran cada vez más grandes pero la pantalla aún se mantenía en pie —del mismo modo que un parabrisas completamente resquebrajado puede sostenerse debido a los soportes reforzados— filtrándose por él, billones y billones de partículas cargadas. Estas sobrecargaban los cinturones de Van Allen, que también circunvalan la Tierra. Otras partículas corrían en espirales descen­dentes hacia las líneas magnéticas de los Polos Norte y Sur. De ese modo, gran cantidad de energía se liberaba debido al estímulo recibido por los átomos de nitrógeno y oxígeno. El resultado fue la generación de auroras boreales y australes teñidas de brillantes colores, tornándose a cada minuto, más y más violentas, y representando una señal de advertencia de lo que estaba por venir. El escudo de deflexión de la Tierra también se estaba afectando progresivamente por la tormenta geomagnética que estaba por alcanzar su máxima potencia. Y no podía ser de otra manera, pues el Sol había arrojado partículas al espacio, a una turbo velocidad. Eyectadas a enormes velocidades, estas partículas electromagnéticas se abrieron paso por la atmósfera con una fuerza mayor que la usual, creándose una especie de chimenea donde las líneas del campo de los vientos solares se adentraron en la magnetosfera. Se generaron tormentas sumamen­te fuertes en las capas superiores de la atmósfera, las conversaciones telefónicas se interrumpieron, las conexiones radiales se desconectaron abruptamente y las señales televisivas entraron en cortocircuito. En resumen, desapareció toda posibilidad de comunicación en la Tierra. Era algo aterrador, más aterrador que cualquier otra cosa, pues sin comunicaciones, este mundo no podría sobrevivir.

La tormenta solar más grande de la historia desde el fin de la Atlántida, estaba ahora haciendo su trabajo mortal. El flujo de electrones se hacía sentir en los polos, donde hallaron su camino. En Canadá, se sobrecalentaron los transformadores eléctri­cos, siendo esta una reacción en cadena seguida de reactores que se derrumbaban. El flujo de electrones ahora adquiría una fuerza huracanada, penetrando la atmósfera cada vez más. Todas las plantas de energía eléctrica y nuclear del planeta entero fueron cayendo una por una. Había vuelto la era del hombre de las cavernas. En muchas partes, los motores de combustión entraron en cortocircuito y quedaron fuera de servicio; era como si ya nada fuera a funcionar nunca más. Los Testigos de Jehová rezaban para estar entre los elegidos, otros tenían un color gris mortecino y sólo atinaban a murmurar incoherencias; sólo les quedaban unas pocas horas y entonces, sus vidas, abruptamente llegarían a su fin en un terremoto, erupción volcánica u ola gigantesca.

En el barco Atlantis, aislado con plástico contra las corrientes de inducción y los campos magnéticos, podía oírse una voz por sobre las restantes. Era la mía: “Estimados amigos, la hora de la verdad ha llegado, hemos estado preparándonos durante años para este día, y ahora está aquí. La Tierra se ha desplomado en una feroz y desconocida tormenta magnética y toda conexión con el mundo exterior ha desaparecido. Ahora no sabremos qué sucede, lo que sí sabemos es que dentro de poco, la corteza terrestre se desconectará y causará una catástrofe mundial.

Figura 42.
El punto culminante se alcanza cuando una gigantesca red de llamas solares rodea al Sol. Una de ellas contiene la misma energía que cien mil millones de bombas explosivas de hidrógeno.

No tenemos certeza de que vayamos a sobrevivir, pero tenemos posibilidades si la ola gigantesca no es demasiado alta y el océano no se abre a causa de un maremoto. Ahora quisiera que tomen todos sus asientos o se dirijan a su camarote y se aseguren lo mejor posible contra los golpes que el barco recibirá. Recuerden que no deben comer y pueden beber lo menos posible; si van al baño mientras el barco está luchando contra las olas, pueden llegar a lastimarse seriamente. Si logramos sobrellevar este día, entonces lo peor habrá pasado; esperemos lo mejor. Les aseguro que será bueno vivir en el nuevo mundo que iremos a comenzar”.

Hubo un silencio mortal durante un minuto y luego se produjo un ruidoso aplauso, liberando las emociones que habían quedado contenidas. Fue un gran momento para todos y les pertenecía a los pocos que habían creído en las profecías del zodíaco. Gracias a ello, ahora estaban por recibir la recompensa de seguir viviendo. El hecho de que iban a perder todo lo que poseían los conmovió profundamente, pero la esperanza surgió de la nueva vida que estaba por comenzar luego de la catástrofe. Las crecientes necesidades de la humanidad habían colocado a la Tierra al borde del desastre; este evento la haría llegar a su fin, creando una nueva posibilidad de hacerlo mejor esta vez, siguiendo las leyes de la naturaleza y no las leyes opresivas del supercomercio y sus fuerzas destructivas. Valía la pena seguir vivo. De un solo golpe muchos problemas desaparecerían, aunque muchos otros iban a comenzar. Sin embargo, la creencia en la supervivencia era muy fuerte y constituiría la fuerza motriz detrás de una nueva existencia.

En el edificio del Empire State, la solitaria figura observaba cómo se desvanecía la electricidad en Nueva York; él sabía que su fin estaba próximo. Con intensidad miró al brumoso e impenetrable cielo. ¿Vendrían los ángeles a buscarlo y sacarlo de allí? Había un zumbido en el aire y ya empezaba a oler a ozono, mientras la temperatura seguía subiendo. Era como un día de verano, sólo que era invierno. Los perros empezaron a ladrar y aullar, y los gatos a chillar; era horroroso. La muerte inminente era esperada en un espacio de tiempo exageradamente doloroso, donde los segundos parecían siglos.

Los polos ya no pudieron seguir soportando el continuo torrente de partículas, y enormes diferencias potenciales penetraron la corteza terrestre. Los gigavoltios choca­ron entre sí, generando un cortocircuito a escala global, la dínamo terrestre desapareció y el campo magnético protector alrededor del planeta azul fue borrado de un plumazo. El infierno se desató. Ahora el plasma solar golpeó contra la desprotegida atmósfera, dando como resultado fuegos artificiales de alcance mundial. Las auroras aparecían por todas partes a una velocidad de relámpago, las diferencias potenciales generadas en la atmósfera eran enormes y parecía que el cielo había sido dominado por el fuego. Ya nada podría detener el golpe fatal, y cualquiera que viese esto se daría cuenta con toda claridad. Miles de millones de personas iban a morir, más que nunca en todas las catástrofes anteriores juntas, pero también iba a sobrevivir más gente que nunca, simplemente porque el planeta ahora estaba más poblado. La hora del juicio final se acercaba con rapidez. La capa exterior de la Tierra tembló; normalmente está unida a ella, pero debido a la reversión del núcleo interior de la Tierra, las cadenas de la capa exterior se rompieron.
El casquete polar del Polo Sur, que se había tornado sumamente pesado durante casi 12.000 años, empezó a hacer su trabajo desestabilizante. La catástrofe se avecinaba y podía empezar en cualquier momento. Debido a que las partículas solares ahora podían penetrar profundamente en la atmósfera, se crearon numerosos campos magnéticos, perturbando el funcionamiento de los cerebros, tanto de animales como de seres humanos. Muchos animales, ciegamente entraron en pánico, al tiempo que sus amos comenzaron a desesperarse. El fuego radiactivo ardió con intensidad, causando un daño irreparable en los órganos reproductores. A bordo del Atlantis ya estaban preparados para esto. Los escudos de deflexión eran un excelente protector. También, los compartimientos separados detenían gran parte de la radiación, y sólo el capitán y algunos oficiales iban a recibir su parte más pesada, dado que no podían abandonar sus puestos.
De ellos dependía que el barco sobrellevara con todo éxito o no, los cambios geológicos y, preferentemente, lo hiciera en una sola pieza. Ellos transpiraban profusamente y se preguntaban qué les estaría aguardando, ¿cuánto tiempo pasaría antes de los primeros movimientos sísmicos?
Entonces, la Tierra empezó a gruñir. “¡Ya llegó!”. Esta idea pasó por sus mentes, y luego se le sumó: “¡Va a empezar ahora!” Nuevamente el sonar detectó un sonido semejante a un gruñido y los cielos parecieron moverse, debido al gigantesco balanceo que se produjo en la corteza terrestre.








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